El pleno de Carabanchel perdió una oportunidad única de recuperar parte de la memoria de nuestro distrito al rechazar la instalación de una placa en la calle Sombra en memoria de la escritora María Lejárraga, que vivió en el número 16 de esa vía durante 20 años. Una placa. No se pedía más.
Ni siquiera un mural en la sobresaliente medianera del vial; tampoco un pequeño panel explicando que esa calle tuvo la dicha de acoger durante dos décadas a una de las mujeres más brillantes que ha dado este país. Nada de eso. Solo una pequeña placa. Pero el Partido Popular, de la mano de Ciudadanos (y gracias a la abstención de Vox), rechazó la propuesta alegando que María Lejárraga ya tiene «reconocimientos suficientes en Madrid».
Esa fue la argumentación de nuestros ilustres políticos. Ya tiene una biblioteca con su nombre en Sanchinarro y una calle en Carabanchel. Una calle que sí, señor portavoz del PP, está cerca de la calle Sombra, en concreto al sur de la colonia Torres Garrido. Pero María no vivió ahí, como usted llegó a afirmar en el pleno.
Si usted conociera un poco mejor la historia de Carabanchel sabría que en la época en la que vivió María Lejárraga, Carabanchel de Abajo concluía en la calle Sombra, puesto que la actual María Odiaga no era más que un arroyo, el de la Cárcava. Por debajo, unos terrenos cultivables, los de San Roque, que compartían nombre con la actual calle Padre Amigó, que entonces no era más que un camino de tierra que conducía hasta Getafe.
En Carabanchel desde 1880 a 1900
Si ustedes, queridos políticos de la Junta, se hubieran preocupado de conocer mejor la historia de esta magnífica escritora, sabrían que María Lejárraga llegó a Carabanchel de Abajo en 1880, junto a sus cuatro hermanos y sus padres, procedentes todos de San Millán de la Cogolla (La Rioja). Habían ofrecido a su padre Leandro, médico de profesión, la oportunidad de trabajar en Buitrago de Lozoya y, unos meses más tarde, en los núcleos urbanos que se levantaban junto las carreteras de Madrid, Toledo y Extremadura, incluido Carabanchel de Abajo.
El abuelo materno de María, padre de su madre Natividad -la que la enseñó a leer y le inculcó el amor por los libros- era de Carabanchel y tenía una casa en la calle Sombra, 16. Justo al lado de la Academia de la Música, donde ensayaba la banda de Carabanchel.
Allí se trasladó toda la familia. María cuenta en su libro «Gregorio y yo» cómo era aquella casa de grandes muros, situada en una calle estrecha y de tierra. «Las puertas, entre habitación y habitación, estaban provistas, para cortar los vientos colados del invierno, de dobles cortinas», señala. Pero no solo aprendió María de su madre. Su padre era el médico de las niñas huérfanas y de las Hermanas de la Caridad que gestionaban el colegio Santa Cruz. Por eso, María y su hermana Consuelo tenían vía libre para acudir a los diferentes cursos y talleres que las monjas realizaban para las internas. Hasta el punto de que a punto estuvo de entrar en el noviciado, si bien su confesor la convenció de lo contrario. Su hermana, empero, sí se convirtió en monja.
Casualidades de la vida (o no), María escribió uno de sus mejores libros en 1911 basándose, entre otras, en sus vivencias en el Santa Cruz. «Canción de cuna», que así se llama, es una obra de teatro que narra la historia de una niña huérfana abandonada a las puertas de un convento de monjas. La niña, a la que ponen de nombre Teresa, es adoptada por el médico del pueblo Don José, y educada por las monjas. Esta obra, que fue estrenada en Broadway (Nueva York), Buenos Aires, París o Londres y llevada hasta cinco veces al cine, obtuvo el Premio Nacional de Dramaturgia.
Tampoco sabrán, amigos del pleno, que María Lejárraga conoció a Gregorio Martínez Sierra, su marido, durante la verbena de las fiestas del Carmen o de Santiago, en la plaza mayor de Carabanchel. Ni que cuando todavía eran novios (se casaron en 1900) trajeron a nuestro barrio, entonces pueblo, a algunos de los dramaturgos más destacados del momento: Jacinto Benavente, Ramón María del Valle-Inclán o Concha Catalá.
Porque seguro que desconocen que Carabanchel tuvo un teatro en la calle Nueva (hoy Dátil). Un teatro llamado Delicias y que se levantó gracias al empeño, entre otros, de los Lejárraga y de Alejandro Sánchez, director de la fosforera, al que conocerán tan solo porque tiene una calle en la zona de Opañel. Fueron ellos quienes pusieron el dinero y organizaron fiestas y rifas en el pueblo para que los Carabancheles contaran con su primer teatro público.
En ese teatro, el 10 de septiembre de 1899, Benavente estrenó su versión de «La fierecilla domada» de Shakespeare. Valle Inclán presentó acto seguido su drama «Cenizas». Actuaron Gregorio Martínez Sierra, Concha Catalá y hasta el propio Benavente. «Todos los extravagantes lazos y escarapelas con que se engalanó a los actores» se prepararon en la casa de los Lejárraga en la calle Sombra. Por cierto, ¿saben quién dirigía aquel teatro? Federico Grases, impulsor junto a su hermano José de ese «Nuevo Carabanchel» que una década más tarde se convertiría en la Colonia de la Prensa.
Parece que ustedes, responsables del devenir de este distrito, apenas conocen nada de Carabanchel ni de su historia. Y no me refiero solo a quienes votaron en contra de la proposición, sino también a quienes se abstuvieron (Vox) e incluso a quienes votaron a favor, porque erraron bastantes datos sobre la vida de María Lejárraga. Antes de presentar una propuesta así, hay que tener argumentario suficiente para defenderla. Porque hay de sobra.
Porque el portavoz del PP se atrevió a dejar entrever que María era «rica» porque, ya casada, vivió en la calle Manuela Malasaña, donde hay una placa que así lo recuerda. Como si la Malasaña de entonces fuera la de ahora. Pero es que hay más: Lo que nadie supo rebatirle es que allí lo que realmente había era el colegio donde María ejerció de maestra y que las maestras por aquel entonces vivían en los colegios, de ahí esa placa.
Cuando ya pudo ahorrar algo de las siete pesetas que cobraba, se compró una vivienda junto a su marido muy lejos de ahí, en la calle Velázquez, que entonces eran las afueras de Madrid.
Diputada feminista y socialista
Escribo este artículo desde el malestar de ver cómo María Lejárraga, que fue ninguneada en vida, también lo es después de 50 años muerta. Y en plena democracia. Decían los detractores que poner esa placa no era más que un acto «político» porque María fue «socialista».
Y es verdad. Además de escribir más de 90 obras, de firmar los libretos de «El sombrero de tres picos» o de «El amor brujo» de su amigo ‘Don Manué’ (Falla), de ser la autora del libreto de «Margot» de Joaquín Turina; o de la comedia «El pavo real» de Eduardo Marquina, María también fue diputada socialista. Y eso es con lo que ustedes se quedan. Socialista y feminista. Pues sí, con 59 años, en 1933, María se convirtió en diputada porque así se lo pidió su amigo Fernando de los Ríos. Se convirtió en todo un referente y un ejemplo para las mujeres de una España que miraba al futuro con esperanza. María fue un ventanal, abrió muchos frentes, despejó muchas mentes. Aconsejó a la mujer que no dependiera de un hombre, que estudiara, que se formara y que viviera para sí misma.
Fue, por tanto, una de las primeras mujeres en conseguir un escaño en el congreso. Apenas dos años después de que Victoria Kent, Margarita Nelken y Clara Campoamor rompieran aquella infranqueable barrera. Sí, Lejárraga fue feminista y clara defensora de la mujer. Porque como reza en su soberbia obra «Una mujer por caminos de España», el feminismo solo quiere que las mujeres «alcancen la plenitud de su vida, es decir, que tengan los mismos derechos y los mismos deberes que los hombres, que gobiernen el mundo a medias con ellos, ya que a medias lo pueblan. Así que no les dé rubor proclamarse de una vez para siempre feministas».
Pero María fue mucho más que todo eso. Fue la amiga del alma y confidente de excepción del poeta Juan Ramón Jiménez, a quien el buen humor de María salvó del suicidio en más de una ocasión. Fue inspiración y colaboradora asidua de dos de los mejores músicos que ha dado este país: Manuel de Falla y Joaquín Turina. Y fue, entre otros, íntima amiga y consejera de talentos de la talla de los hermanos Álvarez Quintero, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Benito Pérez Galdós, José Martínez Ruiz «Azorín», María de Maeztu, Rubén Darío, Emilia Pardo Bazán o Miguel de Unamuno.
A la sombra de su alter ego: G. Martínez Sierra
Pero ante todo, María Lejárraga fue una mujer en la sombra. Lo fue porque toda su obra la firmó con el seudónimo G. Martínez Sierra. Un alter ego del que supo beneficiarse su marido, mucho más ávido que ella en afianzar relaciones, conseguir estrenos y llenar teatros. Sin duda, Gregorio fue un gran gestor cultural (dirigiendo durante años el Teatro Eslava), pero quien escribió toda su obra fue María. Y así lo afirmó el propio Gregorio antes de morir en una carta fechada en 1947.
Hoy sabemos que María fue autora de toda esta obra gracias a que su marido se enamoró de la actriz Catalina Bárcena, llegando a tener una hija con ella. Tras el alumbramiento, y después de una década en trío amoroso, el matrimonio Martínez Sierra-Lejárraga se rompió. Ella se mudó a una casa en Niza, pero siguió escribiendo para Gregorio. Y gracias a esa correspondencia que compartían, más allá de la propia confesión de Gregorio, se ha descubierto toda la historia: «En su vida, Gregorio solo escribió las cartas donde me pedía escribir más y más libros, artículos, obras de teatro y hasta obituarios», relata María.
Cuando estalló la guerra civil, María tuvo que exiliarse a Bélgica, después a Suiza, Francia, Estados Unidos, México y Argentina, país donde murió con 99 años en 1974. Durante su exilio, sobrevivió gracias a la ayuda de sus amigos. Tuvo que empeñar hasta su máquina de escribir. Imagínense lo que tiene que significar eso para una escritora.
Por suerte, en 1953 volvió a firmar un libro con su nombre: «Gregorio y yo. Medio siglo de colaboración». No firmaba desde 1899, año en que publicó un libro de cuentos breves. Parece ser que la bronca con su padre Leandro fue tal en aquel momento (lo de ser literata estaba muy mal visto en esa época), que la joven María le prometió que nunca más volvería a ver su nombre escrito en la portada de un libro. Y así fue durante cinco décadas.
Pero tras la muerte de Martínez Sierra en 1947, María Lejárraga se encontró con un grave problema: si bien su marido había confesado el engaño, no dejó nada en su testamento a María y esta no pudo seguir cobrando los derechos de autor que hasta entones compartían. Fue en esa época cuando María decidió viajar a Estados Unidos para probar suerte en el mundo del cine. Llevó a Disney el cuento «Merlín y Vivian o la gata egoísta y el perro atontado», pero se lo rechazaron. Poco después, en 1955, Disney presentó por todo lo alto «La dama y el vagabundo» basada en aquel guion.
Con razón poco antes de su muerte, frustrada, pobre y apesadumbrada, María expresó en el que sería su último libro, que quedó en boceto «Muerte de la matriarca (1960)», que le gustaría volver a nacer, pero siendo hombre:
«¡Hombre para ser yo, sin ataduras. Para perderme si me quiero perder; para salvarme si me quiero salvar! Mi vida para mí, no para los otros; siempre los míos, los ajenos; siempre apagando el fuego del corazón, por no ofender, por no escandalizar… El hombre no escandaliza nunca, ¡le basta con triunfar!».
Y así es. Al hombre le basta con triunfar para tener reconocimiento. A María no le bastó con eso. Triunfó en el campo de la literatura, pero nadie la recuerda; nadie reconoce su talento. Ni siquiera el pleno de Carabanchel, el que se reunía en aquel edificio neomudéjar que inauguraron en la plaza al poquito de mudarse con su familia a la calle Sombra. Ellos también la ningunean como si fuera una cualquiera. Y no solo a ella, sino a toda su familia, que fue muy importante en Carabanchel. Como ya hemos dicho, su padre Leandro fue médico e impulsor de decenas de iniciativas socioculturales. Su hermano José María, colaborador de la prensa local; y su sobrino Federico Lejárraga, al igual que su abuelo, fue médico desde 1933, siendo todavía recordado por los carabancheleros más longevos.
En definitiva, los políticos de turno no le harán justicia. Pero no importa. María, su obra y su legado están muy por encima de ellos. Por eso nuestra obligación como carabancheleros no es otra que defender a esta gran mujer y restaurar para siempre su memoria.
¡Impresionante! ¡Qué bonita, qué interesante y qué bien contada la historia de María!👍
… y la placa… llegará. Pondrán placa cuando valga a millón y se puedan chupar buenas comisiones 🙈🙉
Me encanta! Vivo precisamente en la calle que lleva su nombre.
Conocía algo de su vida, muy poco y ahora gracias a tu artículo la he conocido más.
Impresionante mujer e impresionante vida.
Lástima que los políticos sean tan incultos de mezclar la política, ellos si, con la cultura.
Gracias.
Gracias por la información. Su biografía debe ser divulgada .NO PUEDE SEGUIR EN EL OLVIDO . Quiero agradecer a las mujeres de esa época su lucha gracias a la cual, ahora nosotras nos beneficiamos de una libertad q a ellas les fue usurpada.