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Casimiro Zamorano, un siglo de recuerdos en el corazón de Carabanchel

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El tiempo ha cambiado el rostro de Carabanchel, borrando sus campos y casas bajas para dar paso a un barrio de edificios y calles rebautizadas. Pero en medio de esa profunda transformación, Casimiro Zamorano Vela sigue ahí, testigo incansable de un pasado que pocos recuerdan. Con 93 años, una salud envidiable y una memoria prodigiosa, atesora cada rincón, cada historia y cada persona que marcaron aquel Carabanchel que hoy parece desvanecido.

Nacido en 1932 en una familia de trabajadores incansables, su vida refleja la evolución del barrio: desde su época como municipio independiente hasta su anexión a Madrid en 1948, pasando por las dificultades de la Guerra Civil y el regreso a una casa que, contra todo pronóstico, todavía sigue en pie. Su historia no es solo la suya, sino la de un Carabanchel que ya no existe, pero que pervive en su voz, en sus recuerdos y en cada anécdota que recrea en su memoria.

Una infancia entre tierras y carros

Casimiro Zamorano nació en la calle Tintas, en una familia de siete hermanos, aunque ni siquiera su fecha de nacimiento quedó clara. Su padre, Leocadio, tardó en inscribirlo en el registro civil, y cuando años después necesitó su partida de nacimiento, descubrió que su fecha oficial era el 4 de marzo en vez del 2. Un detalle sin importancia para él, pero que simboliza una época en la que la burocracia no tenía la inmediatez de hoy en día.

Carabanchel, entonces, no era el barrio que conocemos. Era un territorio de casas bajas, campos de labranza y calles sin asfaltar. Su abuelo, Gregorio Zamorano, había llegado desde El Vellón y con esfuerzo adquirió tierras en lo que hoy es el cementerio de Carabanchel Alto y en otras zonas que, con los años, fueron expropiadas para la expansión de Madrid.

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La familia Zamorano Vela

Su padre Leocadio Zamorano

Leocadio, su padre, que nació en 1895 en lo que entonces era la calle San Vicente -hoy Camichi- siguió el mismo camino. Agricultor y transportista, tenía tierras en Caño Roto y el Cerro Almodóvar, trabajaba en el campo y además transportaba mercancías con su carro de caballos. Tras la guerra, se dedicó al porte de materiales de construcción, incluidos los ladrillos que sirvieron para levantar la cárcel de Carabanchel. Sin embargo, las expropiaciones le golpearon con fuerza. “Una vez, cuando fue a colocar las estacas para delimitar un solar que había comprado, se encontró con que ya lo habían despropiado”, recuerda Casimiro. Una historia que se repetiría en la familia en más de una ocasión.

Entre las muchas historias que guarda la memoria de Casimiro Zamorano, hay una que se remonta a la Guerra de Independencia de Cuba (1895-1898) y que ha perdurado en la memoria de su familia como un episodio casi legendario. Según cuenta, un pariente suyo, posiblemente su tío abuelo, Leocadio Zamorano Montenegro, fue enviado a la guerra y pasó tanto tiempo fuera que, al regresar a España, su propia familia no lo reconoció.

Se dice que volvió en un carro y, al llegar a casa, se dirigió a sus familiares con una mezcla de incredulidad y emoción: «¿No me conocéis?», les dijo. El tiempo, la guerra y la distancia habían cambiado tanto su rostro que su presencia resultaba extraña para quienes lo esperaban. Esta anécdota, más allá de ser un simple relato familiar, refleja la desconexión y el impacto que sufrieron muchas familias españolas durante aquel conflicto, en el que miles de soldados fueron enviados al otro lado del Atlántico y, en muchos casos, regresaron irreconocibles o, peor aún, nunca volvieron.

La guerra y el exilio forzado

Pero la infancia de Casimiro Zamorano se vio marcada por otro conflicto, la Guerra Civil. El 7 de noviembre de 1936, cuando tenía apenas cuatro años, Carabanchel se convirtió en un campo de batalla y su familia tuvo que huir. “Desde el patio se olía la pólvora”, recuerda. En un primer intento por refugiarse, pasaron la noche en los hornos de una fábrica de ladrillos en el Arroyo de las Pavas, hoy calle El Toboso, donde el calor de las llamas les protegió del frío. Pero la violencia no cesaba.

Uno de los momentos más duros llegó cuando Casimiro y dos de sus hermanas se perdieron en el caos. Fueron subidos a un camión con destino a Valencia por un grupo de milicianos. Su madre Matilde Vela, desesperada, logró convencer a los soldados para que la dejaran buscar a sus hijos y, por un golpe de suerte, consiguió recuperarlos. “Fue un milagro que nos encontrara; los milicianos le decían que si no tenía bastante con los cuatro que se había quedado”, bromea Casimiro.

Su padre, por su parte, fue movilizado con su quinta y pasó un mes en la Casa de Campo en condiciones de hambre y frío. Mientras tanto, la familia se trasladó a El Vellón, su pueblo de origen. Durante la guerra, Leocadio viajaba constantemente entre el pueblo y Madrid, transportando productos en su carro y sorteando controles militares.

Cuando la guerra terminó en 1939, la familia regresó a Carabanchel y encontró su casa destrozada. Durante un tiempo, vivieron en una vaquería en la calle General Ricardos hasta que lograron recuperar su hogar. Por aquel entonces, Casimiro Zamorano asistía al colegio de forma esporádica en una nave de la calle Alondra, hoy reconvertido en el Colegio FE Luz Casanova, y por el que su padre pagaba dos pesetas al mes. “Luego sacaron un colegio gratis, el Blasco Ibáñez” -hoy centro socio cultural-. También pudo realizar su primera comunión en la parroquia de San Roque, de la calle Abolengo, puesto que la parroquia principal, la de San Sebastián, estaba destrozada por la guerra.

Familia Zamorano Vela

De pueblo a barrio: la anexión a Madrid

En 1948, Carabanchel dejó de ser un municipio independiente y pasó a formar parte de Madrid. Para Casimiro Zamorano, ese cambio significó el inicio de una transformación radical. “Es verdad que hasta los años 60 no se notó realmente, pero de un día para otro dejaron de verse tierras de labranza y todo empezó a llenarse de edificios”, cuenta.

El negocio de su padre y sus hermanos también cambió. Si bien en los años 40 y 50 el transporte con carros y caballos aún era común, poco a poco fue reemplazado por camiones. En 1949, la familia compró su primer camión, dejando atrás la época en la que los portes dependían de los caballos.

Pero las expropiaciones continuaron. Tierras en el Cerro Almodóvar, en la zona del hospital militar, en la calle Arévalo… “Siempre nos tocaba perder”, lamenta Casimiro. Sin embargo, la familia consiguió conservar su casa en la calle Tintas, una de las pocas viviendas bajas que aún existen en el barrio. “Si quieres verla, está a 200 metros de aquí”, me dice con satisfacción.

El barrio que fue: comercios, tabernas y tradiciones

Casimiro recuerda con detalle el Carabanchel de su juventud. Era un barrio de pequeñas industrias, fábricas de jabón y curtidos, mercados y tabernas. “Había fábricas de jabón, como la de Yárritu o la de Atilano Brell, y curtiderías como la de Salaverry”, comenta. También rememora la tienda de comestibles de doña Cayetana y su sobrino Marcelino o la de Matilde Hernández, viuda de Casimiro Escudero.

Otro recuerdo especial es la festividad de San Antón, en la que se premiaban los mejores caballos del barrio. “En una de esas ferias ganamos el primer premio. Nos dieron 1.000 pesetas, que mi padre repartió entre mis hermanos y yo”, cuenta con orgullo.

Las tabernas también formaban parte del paisaje cotidiano. La taberna de Fernando, la de San Juan y la Bonita, hoy convertido en el McDonalds de la Glorieta del Ejército, eran puntos de encuentro en el pueblo. “San Juan, junto al metro de Carabanchel, tenía un sótano enorme, y en la Bonita trabajaba el tío Chino, que todos conocíamos”, rememora Casimiro.

El adiós a un Carabanchel rural

Con la llegada de los años 60, y Casimiro ya felizmente casado con su mujer María, ya fallecida, Carabanchel dejó de ser un barrio de casas bajas y campos de labranza para convertirse en un distrito completamente urbanizado. Las antiguas fábricas desaparecieron, las vaquerías se extinguieron y los cines y mercados tradicionales fueron reemplazados por supermercados y grandes superficies.

Para Casimiro, la integración de Carabanchel en Madrid trajo progreso, pero también la pérdida de una identidad única. “Antes, todo el mundo se conocía, había vida en las calles, comercio de barrio… Ahora todo es distinto. Ya no quedan casi casas bajas, las fábricas han desaparecido y la gente ya no tiene la misma relación con sus vecinos”, explica con cierta melancolía.

A pesar de todo, su memoria sigue viva. Su historia es la historia de un barrio que se construyó con esfuerzo y que ha cambiado sin perder su esencia. Su testimonio es un homenaje a Carabanchel, a su familia y a todos aquellos que, como él, vieron cómo el tiempo transformó un pueblo en una gran ciudad.


No te pierdas la entrevista con Jesús Vera, otro carabanchelero nonagenario.


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