«Paco, ponme otra jarra de birra, dame cambio para el futbolín y ponte a Rosendo». ¿Cuántas veces habremos repetido esta frase en el mítico bar Kalcos? Yo, muchas veces. Y por eso quería entrevistar a Paco Felipe Serrano, el dueño de este mítico lugar que estuvo 25 años abierto en la actual Marcelino Camacho, antigua Muñoz Grandes, junto al parque que hay al comienzo de la calle y cerca de donde, algunos años antes de que se tirara abajo, aún resistía el inolvidable Rincón de Medik. Pero hasta llegar al Kalcos, Paco tuvo muchas andanzas y en este artículo a modo de merecido homenaje vamos a rememorar algunas de ellas.
Paco nació en Carabanchel el día de año nuevo de 1957. Según me cuenta, lo hizo en el barrio del Tercio, «que no es el de la colonia del Tercio Terol», sino el que hay entre las calles Zaida, a la espalda del Canódromo, y la calle Alférez Juan Usera. «Todas las calles de soldados», además de la famosa calle Alcaudón, dedicada a un ave, como otros muchos viales de nuestro barrio.
La familia llega al barrio
Los padres de Paco nacieron en un pueblo de Toledo. Su abuelo se mudó con su padre siendo niño a Melilla para probar suerte. Pero, poco antes de la guerra, el abuelo enfermó de cáncer, vendió todo y se mudó a Madrid, a la calle Canarias. Cuando su padre se casó, se mudo al Camino Viejo de Leganés.
«En esa época, a finales de los 40′, parcelaron y vendieron todo Carabanchel, incluida la zona donde yo nací. Mi padre compró un terreno, levantó ladrillos con un colega albañil y se montó la casa», cuenta Paco. En concreto, su casa estaba en la calle Soldado José María Rey, justo enfrente de donde desemboca la calle Postal. Y fue ahí, en la calle Postal, donde el padre de Paco empezó a trabajar de panadero en una tahona para sacar adelante a la familia, formada por los padres y cuatro hijos, incluido Paco. «Y alguna que otra abuela que venía de vez en cuando», añade.
«Lo mejor de esa época es que vivíamos de puta madre; todo el día en la calle. Todos nos conocíamos, todos teníamos nuestra casita baja y se hacía mucha vida en la puerta», rememora. Aun así, en muchas de esas casas de autoconstrucción vivían varias familias hacinadas.
«En esos primeros años, yo iba al colegio en el actual centro cultural Blasco Ibáñez; era el de los chicos. El de las chicas estaba en un edificio ya desaparecido que había en la esquina de Soldado José María Rey con Cadete Julio Llompart». Pero a los 10 años, Paco cambió de colegio, acudiendo al Nuestra Señora de la Merced, que en su origen no estaba en Zaida, sino en unos bajos situados en la calle Julia Nebot. «Estando ya en Bachiller el colegio se mudó a Zaida, por lo que también estuve algunos años en donde se encuentra actualmente», añade Paco.
Pero toda esa vida de barrio, cercana, cambió en el momento en que empezaron a construir los pisos y tirar abajo las casas bajas. «El barrio desapareció; se dejó de salir a tomar el fresco y los niños dejamos de jugar por las calles».
En esos años, su padre dejó la tahona y se montó una cacharrería en la vivienda familiar, por lo que tanto Paco como sus hermanos tenían que trabajar muy a menudo. «No había forma de salir de casa sin pasar por la tienda, así que no podíamos escaparnos. Eso sí, por detrás de la casa teníamos un patio con gallinas y conejos», recuerda.
Tenemos que imaginarnos un Carabanchel sin alcantarillado, sin agua corriente y con calles de tierra. «Teníamos que ir todos los días a por agua a la fuente, que estaba en la calle Alcaudón», relata Paco. En esa calle había varias fuentes más, que servían para dar servicio a todas las familias del barrio. «Mi padre enchufaba una manguera y llenaba un depósito de uralita que teníamos en casa».
De todas formas, a pesar de las dificultades, era un barrio feliz. «Los chavales nos juntábamos para boxear en la zona de la antigua plaza de toros o bajábamos a jugar al fútbol a los descampados que había junto al cementerio de San Isidro. También teníamos un amigo que vivía con su familia dentro de la Finca de Vistalegre, porque su padre era vigilante; tenía allí una casa y a veces nos dejaba entrar para ir a cazar pájaros».
El primer trabajo
En 1971, Paco empieza a trabajar con apenas 14 años. Y lo hace en El Corte Inglés, en los locales de Induyco, la antigua filial de confección textil de la compañía. «Empecé a darme cuenta de que tenía que buscarme la vida y ya no podía hacer novillos», bromea. La sede de Induyco estaba en Tomás Bretón, 62. Hoy sigue siendo un edificio de El Corte Inglés. Fundada en 1955, esta antigua filial llegó a tener más de 10.000 trabajadores. «Yo trabajaba en el departamento postal; es decir, mandaba toda la mercancía a provincias y al extranjero».
Fueron unos años cargados de revueltas. En agosto de 1976, las trabajadoras de la fábrica comenzaron con una serie de revueltas para exigir la readmisión de cuatro compañeras despedidas y mejores condiciones laborales. Esta protesta conmocionó a la clase trabajadora madrileña. Los sindicatos, todavía clandestinos, organizaron la caja de resistencia y los obreros del metal amenazaron con salir a la huelga en solidaridad con sus compañeras.
«Nosotros íbamos a apoyarlas todos los días, y parece que alguien nos echó una foto. Al mes, echaron a mi colega, que estaba justo delante de mí en la foto», explica Paco. «Al final, vi que la única solución para que no me echaran era marcharme a la mili y me fui de voluntario». En Induyco vieron el cielo abierto: le dieron una carta de despido con el deseo de no volver a ver más a un trabajador tan reivindicativo. «Pero no lo acepté; hasta que no me firmaron el permiso con la condición de volver, no me fui a la mili».
A los diez meses, recibió un permiso indefinido en la mili y volvió a su puesto de trabajo en El Corte Inglés. «Se convocaron entonces las famosas elecciones sindicales de febrero de 1978. Yo no me pude presentar porque me hicieron volver a terminar la mili, que la estaba haciendo en Segovia». Aun así, cuando ya concluyó el servicio militar, volvió a El Corte Inglés, si bien intentaron de nuevo despedirlo. «Hasta que hablé con la CNT y empecé con ellos. Ya no paré en mi activismo desde noviembre de 1978 hasta agosto de 1982. Por aquel entonces no creía ni en los Pactos de la Moncloa ni en el Estatuto de los Trabajadores. Era sindicalista». Pero en el verano de 1982, la empresa lo despidió; eso sí, con una buena indemnización.
De los pueblos okupados a la salchichería
Con 1,8 millones de pesetas bajo el brazo (por la indemnización de El Corte Inglés) y apenas 25 años, Paco decidió viajar a Gijón para buscar trabajo. Pero, al final, acabó asentándose unos días en la comuna de Negueira de Muñiz, en la comarca de Fonsagrada. Una comuna hippy que nació en los años 60 y que todavía hoy sobrevive. «Era un sitio idílico, con la gente trabajando en comunidad», señala. Le dejaron la casa consistorial para dormir; les ayudó con la huerta, con el ganado… y tanto le gustó, que decidió mudarse allí a vivir.
Pero antes de volver a Madrid para organizar la mudanza a Negueira, Paco pasó por Rabanal del Camino, muy cerca de Astorga. Conocía bien esa zona, porque allí vivían unos amigos a los que años antes había ayudado a cuidar a un rebaño de 250 cabras en un pueblo abandonado un poco más adentro en la sierra: Fonfría. Allí habían estado en torno a 1980, sin tener ni idea de cuidar cabras ni casi de sobrevivir. Sus colegas estuvieron un par de años más en esa aldea hasta que decidieron mudarse a Rabanales. En la actualidad, Fonfría, que se abandonó en los años 60′, funciona como ecoaldea.
«Como unos años antes lo habíamos pasado tan bien en Fonfría, decidí visitarles en Rabanales, donde se habían asentado y estaban montando una nave para las cabras», me explica. Tras otra temporada ahí, volvió a Madrid para intentar convencer a su novia de que se mudara con él a Negueira, pero no hubo manera. «Me dijo que de eso nada; ella trabajaba en una farmacia y estaba muy a gusto; no se veía en una aldea. Así que me quedé y decidí montar una salchichería en la galería que había junto al antiguo canódromo».
Un compañero de CNT que tenía una salchichería en Alto de Extremadura fue el que enseñó el negocio a Paco y durante casi dos años, junto a un socio, estuvo sobreviviendo gracias a ese puesto. «Eso sí, casualidades de la vida, justo antes de inaugurar, unos cacos hicieron un butrón en el mercado por nuestro puesto y robaron un montón de cosas. A nosotros nos destrozaron la cámara y tuvimos que posponer la inauguración». De todas formas, el negocio funcionó muy bien, tanto que en una de las primeras fiestas de San Isidro de Tierno Galván estuvieron hasta cuatro amigos vendiendo bocadillos de salchichas. «Ya teníamos experiencia en ese mundo, pues antes habíamos vendido bocatas en un montón de conciertos y hasta en el campo del Rayo», remarca.
Y llega el mítico Botas de Lavapiés
En 1984, tras cerrar la salchichería porque «había que echar un montón de horas y tampoco éramos profesionales», reconoce Paco, él y su colega Edu deciden abrir un bar. Y tras estar un tiempo buscando locales, dan con el antiguo bar Arguila y ponen en marcha El Botas, un famoso bar rockero que fue un referente de las calles de Lavapiés hasta su cierre por la pandemia en noviembre de 2020.
«El Botas presumía de ser el único bar de Madrid que no ponía música de la SGAE», rememora Paco. Y así fue, convirtiéndose en parte de la rutina lúdica del Lavapiés más rockero y castizo.
Pero con la apertura de El Botas no iban a cesar las aventuras. Inquietos como nadie, probaron también con un chiringuito en Villamanta y poco después Edu decidió apostar por abrir otro bar en Mallorca. «Cuando mi socio y un colega estaban a punto de abrir, decidí irme a visitarlos. Al llegar al aeropuerto vi que no estaban y me contaron que los habían detenido mientras me esperaban», explica Paco.
Tras tirar de contactos y llamar a la CNT, consigue que al día siguiente salieran a la calle. Aun así, estaban tan quemados que decidieron malvender todo y volver a Madrid. Pero Paco no quería desistir. Así que no acompañó a Edu de vuelta a El Botas y decidió quedarse en Mallorca para intentar abrir el bar que sus colegas habían intentado poner en marcha. «Conseguí poner la luz, pero aquello no marchaba, estaba todo ya malvendido».
Y para más inri, una noche que salió de copas, se dejó las llaves dentro de la casa. Se cabreó tanto que llamó a sus colegas de Madrid, pidió dinero, compró un vuelo y abandonó la isla. Eso sí, casi no lo consigue: «Al llegar a la puerta de embarque me dicen que no hay asientos libres. Menos mal que en ese momento salió un tipo diciendo que no quería volar. ‘Pues ya me subo yo’, dije. Y para Madrid que me volví».
El nacimiento del Kalcos: 1992
Para poder mantener El Botas abierto, Edu y Paco tenían que hacer un montón de reformas para insonorizar. «Las primera veces pusimos un comprensor de sonido que engañó a los del ayuntamiento, pero a los pocos años tuvimos que meternos en una obra importante para aislar el local».
Además, en ese tiempo (finales de los 80′), locales como El Botas tuvieron que sufrir al ‘sheriff’ de Madrid, el concejal del Distrito Centro, Ángel Matanzo, que intentó acabar con la mayor parte de los locales, la venta ambulante, la droga y la prostitución del centro de la capital. «Hacía redadas constantemente y limitó mucho los horarios», recuerda Paco.
Aun así, El Botas funcionaba muy bien. Pero además de Edu y Paco, también trabajaba Harry: al final eran muchas familias que mantener y, como se suele decir, la burra no daba para tanto. «Así que un día que iba con mi hijo y mi sobrino por el barrio vi que se alquilaba un local. Intenté que se metiera algún socio más, pero al principio no encontré a nadie, así que pedí un crédito de cinco millones de pesetas y abrí el Kalcos», recuerda Paco.
¿El nombre? Muy sencillo: Tanto El Botas como El Kalcos son tipos de calzado. «Además, el Kalcos era un calco del Botas, aunque aquel fuera de estética más rockera. Pero me negaba a poner El Botas 2», me cuenta.
Al final, Paco consiguió que su colega Aldo se metiera en el proyecto, pero eso no sirvió para que el negocio no empezara endeudado. «Él curraba en el espectáculo de Las Virtudes con temas de luces y sonido, así que podía sobrevivir con eso. Yo, sin embargo, tuve que esconderme los primeros meses para que no me pillaran los acreedores. Iba por las mañanas a limpiar, pero por las tardes abría Aldo, por si iban a buscarme», asegura. Pero poco a poco fueron haciendo dinero y saldando todas las cuentas pendientes.
Y es que en el barrio se vivía la noche. Lugares como el Kalcos, el Star, el Chaiz, la Tasca Negra, el Río, el M.A. o el Trote atraían cada fin de semana a cientos de jóvenes, ya no solo de Carabanchel, sino de todo Madrid. «Cuando abrí el Kalcos estaba aún la plaza de toros y no estaba el parque de delante; se aparcaba tan bien en esta zona que venía muchísima gente del centro». Es más, el día de la inauguración del Kalcos, Paco y Edu cerraron El Botas para que toda su clientela disfrutara del nuevo bar de Carabanchel. «Me traje hasta las botellas», bromea Paco.
«Pero cuando Gallardón apretó el horario nos dejaron en la estacada; lo malo fue que no nos unimos», se arrepiente Paco. «A todos nos jodieron, pero intentamos tirar para adelante con trapicheos y por nuestra cuenta; abriendo más tiempo del permitido, pagando multas injustas y hasta con amenazas de cierre», añade.
Y no solo pasó en Carabanchel, por esa falta de unión, asegura el dueño del Kalcos, cerraron otros lugares emblemáticos como el Hebe o la Jimmy Jazz de Vallecas. Ese problema se ha recrudecido actualmente, pues se permite a los bares cerrar a la 1:30 horas y a los pubs no se les deja estar más allá de las 3:00 horas. «La gente acaba yéndose a las discotecas», concluye.
El famoso cuadro
Pero hablemos del local. Y es que si hay algo que recordamos con cierto misticismo todos los que acudíamos con asiduidad al Kalcos es el famoso cuadro que había en el muro de la derecha. En él aparecía un hombre joven, vestido de traje, fumando cocaína con unas vistas espectaculares de la sierra de Madrid.
«Ese cuadro es primo hermano del que había en el Botas; pero aquel era de estética más rockera. Aquí queríamos que se identificara más con la estética de la gente joven de los 90′. Así que nos fuimos a un rascacielos que hay junto a la Torre Picasso, hicimos fotos de las panorámicas y luego Emilio, que es un pedazo de pintor, fue el que lo pintó», señala Paco. De hecho, Emilio fue también el autor del cuadro de El Botas que, a su vez, se inspiraba en la portada del libro «A tumba abierta» del catalán Oriol Romaní.
Por su parte, la música del Kalcos siempre fue muy similar a la del Botas, pero es verdad que al menos al principio Paco intentó atraer a gente más joven, de ahí el cambio de look del personaje del cuadro. Fruto de esa estética «más cuidada» nace también el famoso dibujo de la fachada, el del músico tocando el saxo con los cascos.
Por cierto, Emilio fue también quien pintó el famoso cuadro del buda que estaba en la pared detrás del futbolín, justo enfrente de la puerta. «Estaba en un bar de Aluche y cuando cerró, me lo traje al Kalcos», afirma Paco.
El cierre del Kalcos
25 años después de su apertura, el Kalcos echó el cierre en 2017. Y no lo hizo por gusto. «En las Navidades de 2016 me caí trabajando», dice Paco. Es verdad que al principio no le dio mucha importancia, pero en enero empezó un dolor en las piernas que cada vez iba a más. «No podía agacharme a coger ni una caja de cerveza».
Al final, fue al traumatólogo en marzo de 2017. En cuanto le vio le mandó un TAC. Paco, con fuertes dolores y sin apenas poder moverse, aguantó en el Kalcos hasta junio gracias a que trabajaba con David, su último camarero. Fue entonces cuando le hicieron la prueba definitiva.
Los resultados del TAC fueron rotundos: estenosis de canal medular, o lo que es lo mismo, un estrechamiento del espacio por donde pasan la médula espinal y las raíces nerviosas. «Lo llaman el síndrome del escaparate porque no puedes andar más de 20 metros sin pararte y quedarte quieto. Solo así se va el dolor». Había que operar urgente.
Así que en ese verano de 2017, el Kalcos abrió sus puertas por última vez. «Podría haber mantenido el negocio con David al frente, pero entre la presión policial por los horarios, las broncas típicas de la noche… Iba a estar todo el tiempo pendiente y mandando a mi mujer a ver qué pasaba. Así que me dije que por una vez me tocaba preocuparme de mí. Y así lo hice: paré toda la actividad y eché el cierre», explica.
Por suerte, la operación fue muy bien, aunque le costó volver a hacer vida normal. «Vivo en un quinto sin ascensor; subir al principio era un infierno». Le pusieron un corsé varios meses, empezó a hacer largas caminatas, se apuntó a natación y el tiempo pasó volando. Es verdad que en aquellos primeros meses saltaron rumores de que el Kalcos iba a volver a abrir, pero la pandemia fue la estocada definitiva. «Por el momento, tengo el Kalcos de almacén, con los bártulos de El Botas y poco más». El futbolín y los dardos ya no están. «Los tenía alquilados, así que se los llevó el dueño», me cuenta.
Y es que ahora, como señala el titular de este reportaje, «es el momento de disfrutar de los nietos y de pasear por el barrio». A veces, reconoce que vuelve al Kalcos, se pone detrás de la barra y rememora las mil y una anécdotas y buenos momentos vividos dentro de esas cuatro paredes. «Podría haberlo alquilado, pero iban a ser problemas. No creo que lo haga por ahora», asegura.
Aun así, el bar sigue prácticamente igual que aquel ya lejano día de 2017 en que echó el cierre por última vez. Y hoy, tras dos horas de entrevista y unas cuantas fotos en el templo del rock carabanchelero, Paco vuelve a girar la llave de su puerta enrejada. No sé si en el futuro la volveré a ver abierta. Lo que está claro es que no será con él. Con 65 años ya cumplidos, lo noto feliz, relajado y con muchas ganas de disfrutar de esta nueva etapa de su vida.
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Me lo he pasado en grande en el kalkos,musicaza
Me ha encantado, un gran abrazo a Paco
Un fuerte abrazo amigo Paco
Un abrazo muy grande de Carlos y lurdes (la bodeguita).Ya es hora de disfrutar de la familia .bssss
Un abrazo amigo