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Los degolladores de Carabanchel conmocionaron al Madrid de 1932

Leandro Iniesta y Julián Ramírez, los degolladores de Carabanchel
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Domingo, 13 de marzo de 1932. Los pastores Eutiquiano de la Concepción y Antonio Benito descubren en el camino que une el hospital militar con el Campamento, conocido como la Senda del Soldado, el cadáver de una mujer degollada.

Luciana Rodríguez, de 51 años, era vecina de Herreruela de Oropesa (Toledo). El cadáver lo identificó su hijo, el soldado Pedro Alía, que vivía en Campamento. Además de Pedro, Luciana tenía otro hijo y cuatro hijas. Pero, ¿qué hacía esta mujer en Madrid y por qué la asesinaron?

Cuentan las crónicas de la época (ABC, Época, Heraldo de Madrid y Ahora) que Luciana venía cada tres meses a Madrid para vender encajes y filigranas caseras que elaboraban sus hijas. Y es que Herreruela está a apenas cinco kilómetros de Lagartera, el pueblo cuyos habitantes eran (y son) conocidos por elaborar magníficos encajes y bordados artesanales.

No visitó a su hijo Pedro…

En sus viajes para visitar a las familias más distinguidas de Madrid, Luciana se hospedaba en la posada de la Merced, una de las más importantes de la Cava Baja que, durante siglos, fue la calle de las posadas de la Villa y Corte. En la mañana del sábado, 12 de marzo, Luciana decidió dar parte del dinero que ya había conseguido en este viaje a su prima Bienvenida Alía que partía hacia Herreruela, si bien ella decidió quedarse unos días más para poder cerrar una importante venta que le había surgido el día anterior.

Bienvenida Alía, prima de Luciana y Pedro Alía, su hijo soldado

Luciana aprovechaba también estos viajes para ver a su hijo Pedro, que se trasladaba desde Campamento hasta la Plaza Mayor de Madrid en el tranvía que unía esta plaza madrileña con Carabanchel Bajo, Alto y Leganés. Por este motivo, muchos soldados de Campamento conocían a Luciana, la lagarterana.

Pero ese sábado, 12 de marzo, Luciana no visita a su hijo y, además, se le pierde la pista. Habría que esperar varios meses para poder reconstruir esta dramática historia. ¿Qué ocurrió en las horas en que estuvo desaparecida? ¿Quién la mató y por qué?

El móvil del crimen fue el robo

Según el ABC del 13 de marzo de 1932, todo parecía indicar que el móvil del crimen fue el robo del dinero y del producto. El dueño de La Merced reconoció que Luciana salió de la posada el sábado, a las 16:00 horas, portando consigo algunos encajes y juegos de sábanas de gran valor. Su prima Bienvenida dijo después que había quedado con dos personas en Puerta Cerrada a las 16:30 horas. Al parecer, una mujer muy adinerada de Carabanchel estaba interesada en comprar estos productos para la inminente boda de su hija.

A partir de ese momento, la historia se enrevesó. La Guardia Civil de Carabanchel, bajo la dirección del teniente Miguel Osorio, se hizo cargo del caso y comenzó las investigaciones para intentar dar con el asesino. Las primeras pesquisas parecían indicar que Luciana había estado por la zona del hospital militar el día de su muerte, pero nada estaba claro. Comprobaron, eso sí, que la muerte de Luciana se produjo con un machete o un cortaplumas. En el momento del asesinato, Luciana portaba géneros por valor de 2.000 pesetas y 700 pesetas en metálico, producto de una venta realizada horas antes en el domicilio de la marquesa de Peñaflor.

La autopsia del Doctor Urquiola

A las doce de la mañana del lunes, 14 de marzo, el doctor Urquiola, médico forense que hoy cuenta con una calle en Carabanchel, practicó la autopsia del cadáver. Luciana presentaba dos heridas por arma blanca en el lado izquierdo del cuello. Por la situación de las heridas, el doctor aseguró que el arma homicida fue manejada por una persona zurda. El martes, 15 de marzo de 1932, Luciana fue enterrada en el Cementerio de Carabanchel.

A partir de ese momento, la Guardia Civil y el juez Ramón Ordaz se dedicaron a interrogar a decenas de personas. Pasaron por el cuartelillo de Carabanchel soldados de Campamento, conductores y personal de tranvía, clientes de la lagarterana, su prima Bienvenida y otros familiares. Pero pasaban las semanas y nada se sabía cierto sobre el crimen de los degolladores de Carabanchel. La historia caló tanto en la sociedad madrileña que la propia Guardia Civil tuvo que pedir a la ciudadanía que dejara de enviar pruebas falsas para no entorpecer más la compleja investigación.

Leoncio y Bienvenida, entre rejas

Aun con todo, tal y como recoge Francisco Pérez Abellán en el libro “Los crímenes más famosos de la Historia”, la Guardia Civil, sin pruebas suficientes, inculpó a sus primos Leoncio y Bienvenida Alía por contradecirse en sus declaraciones, impulsados también por las hipótesis de diarios como el “Heraldo de Madrid” que incriminaban abiertamente a Bienvenida por ser la única persona que sabía de aquella misteriosa reunión que Luciana tenía a las 16:30 horas en Puerta Cerrada.

En definitiva, el 22 de marzo de 1932, Bienvenida y su hermano Leoncio entraron a prisión acusados de haber cometido el brutal crimen. Ni siquiera había condena en firme. Algunos periódicos de la época tildaron la decisión de precipitada.

Un nuevo crimen conmociona a Carabanchel

Pasaron los meses y mientras Leoncio y Bienvenida seguían en la cárcel, la guardia civil mantenía el caso abierto para intentar atar los cabos sueltos. ¿Qué había sido, por ejemplo, de todos los encajes y bordados que habían robado a Luciana el día de su asesinato?

Nuevo giro de la historia. A finales de mayo de 1932, unos niños que jugaban en la Casa de Campo vieron que un perro escarbaba insistentemente en la tierra, sacando unos trapos que parecían encajes. Se dio aviso al comandante Osorio que acudió y confirmó que se trataban de todos los encajes de la lagarterana degollada. Pero, ¿quién los había enterrado en la Casa de Campo?

Y por si todo esto fuera poco, el 6 de agosto de 1932, los periódicos de Madrid abrían con una espeluznante noticia: dos individuos preparan una encerrona a un tabernero y después de terrible lucha lo matan a hachazos. El suceso ocurrió también en Carabanchel Bajo, en concreto en el número 5 de la calle Arroyo de las Pavas. Lo más sorprendente de la historia es que, en el interrogatorio, uno de los detenidos confesó ser autor del asesinato de la encajera Luciana Rodríguez.

El número 5 del Arroyo de las Pavas en agosto de 1932

Reconstrucción de los hechos

El tabernero Mariano Mejino

El viernes, 5 de agosto, un vecino llamado Cecilio acudió con su hija de nueve años al puesto de la Guardia Civil del barrio del Terol. Explicó que había visto entrar a dos hombres a una casa en el Arroyo de las Pavas 5, que había escuchado gritos y señales evidentes de lucha y que se había preocupado al no verlos salir de nuevo. Cuando las autoridades entraron a la casa, se encontraron las paredes llenas de sangre y en el suelo de la cocina un hombre con la cabeza destrozada a hachazos. Para más inri, los asesinos lo habían intentado degollar con una navaja barbera. Este hombre era Mariano Mejino, propietario de una taberna en la confluencia de las calles Santa Ana y Bastero, probablemente donde hoy se sitúa el bar La cabra en el tejado.

La guardia civil detuvo a los dos hombres que había en la casa: Julián Ramírez, de 27 años y  Leandro Iniesta, de 20 años, carpintero de profesión y compinche de Julián, que estaba escondido debajo de la cama. Los dos hombres tenían manchas de sangre en sus ropajes.  Por su parte, Higinia Alonso, de 20 años, y mujer de Julián, declaró que no estaba en la casa cuando se cometió el crimen, pues había salido temprano junto a su hijo para ir a la casa de sus padres, que vivían en la barriada del Terol.

Una compra que acaba en asesinato

Según las investigaciones policiales, Julián había convencido a Mariano para que este comprara su casita del Arroyo de las Pavas, pues ambos se conocían de haber hecho algún negocio con la compra y venta de diversos automóviles. Al parecer, Mariano no estaba muy convencido de la compra de esa casa en Carabanchel, por eso no acudió a la cita que había acordado con sus futuros asesinos en la zona de Mataderos. Aun así, Leandro fue a buscarlo a su casa y lo convenció para que fueran juntos hasta el Arroyo de las Pavas para ver la casa de Julián.

Allí, tras una fuerte disputa con motivo de la venta de la vivienda, lo asesinaron, le robaron las joyas y unas 5.000 pesetas que llevaba encima por si se cerraba la compra. Leandro asegura que, al ver la disputa entre Mariano y Julián, se escondió debajo de la cama, lugar donde lo encontró la Guardia Civil. Aun así, las vecinas desmintieron esta versión, pues las ventanas estaban abiertas, al ser pleno mes de agosto, y lo vieron todo. Aseguran que Leandro sujetaba a Mariano, mientras Julián le asestaba los hachazos.

Al final, la policía los sometió a un careo y ambos confesaron que habían planeado y ejecutado de mutuo acuerdo la encerrona que costó la vida a Mariano Mejino.

El cochero de Blasa Pérez, la millonaria

Entra en juego en esta rocambolesca historia Blasa Pérez, acaudalada carabanchelera apodada ‘la millonaria’, y que hoy también cuenta con una calle en su memoria. Al parecer, Mariano había sido su cochero durante cierto tiempo, lo que le había servido para adentrarse en este negocio de la compra y venta. Según declaró a la policía, hacía unos meses había comprado por 200 pesetas una camioneta a Blasa Pérez, para luego vendérsela a Mariano Mejino.

El teniente Osorio, junto a su guardia de confianza Ginés Gómez, empezó a atar cabos. Tanto Leandro como su mujer eran de dos pueblos muy cercanos a Herreruela. Además, la teoría de que la lagartera había subido a un coche en Puerta Cerrada no estaba todavía descartada. ¿Tendrían algo que ver Leandro y Julián en el crimen de marzo de 1932? El interrogatorio fue fructífero. Ambos reconocieron haber asesinado también a Luciana Rodríguez unos meses antes.

Según reconocieron, el 11 de marzo pasaron por el Paseo del Prado y vieron a Luciana en un banco. Sabían que la lagartera tenía siempre dinero encima y parecía presa fácil. Julián dijo a Luciana que era cochero de la ‘millonaria’ Blasa Pérez, cuya hija se iba a casar muy pronto. Le aseguró también que la propia Blasa había dicho que quería comprar varios encajes por valor de varios miles de pesetas para la boda de su hija. A Luciana le interesó el negocio e incluso ofreció una comisión a Julián por actuar de intermediario. De ahí que, al día siguiente, quedaran en Puerta Cerrada a las 16:30 horas para ir a visitar a Blasa Pérez.

Nunca llegaron a la casa de Blasa

Julián, Leandro y Luciana subieron a un taxi en dirección a Carabanchel. Al llegar al lugar donde se hallaba la Cooperativa de Ferroviarios, cerca de Campamento, pidieron al taxi que parara porque, aseguraban, por allí vivía Blasa Pérez. Se dirigieron entonces a la Senda del Soldado, que unía el hospital Militar con Campamento, y asesinaron a Luciana para poder robarle todos los encajes y el dinero que llevaba encima. Según relataron los asesinos, Julián le dio dos cortes en el cuello mientras Leandro la sujetaba. Al abandonar el lugar, se percataron de que Luciana todavía vivía, por lo que Leandro la remató.

Fueron entonces a la parada de taxis que había en el paseo de Extremadura y tomaron uno que les llevó hasta la calle de la Madera, en la zona de Tribunal. De ahí, fueron a pie hasta la calle El Escorial, 18, donde Leandro tenía su carpintería y donde vivía su mujer Manuela Fernández. Allí tasaron los bordados con la ayuda de Manuela.

Sin embargo, al día siguiente, y a pesar de saber que eran valiosos, llevaron los encajes a la casa del Arroyo de las Pavas con el objetivo de quemarlos en el patio, pero no se atrevieron por el humo que desprenderían las telas. Así que esperaron y unas semanas más tarde, los enterraron en la Casa de Campo, hasta que a finales de mayo, un perro los encontró escarbando en una conejera.

Manuela y Leandro se separan

Finalmente, la policía también detuvo a Manuela Fernández, esposa de Leandro, que si bien estaban separados en el momento de la detención, vivían juntos cuando tuvo lugar el asesinato de Luciana, aunque ella se declaró inocente y reconoció que su única implicación fue en la tasación de los bordados y encajes, pues Julián afirmó haberlos comprado para revendérselos a Blasa Pérez.

En los meses posteriores al asesinato de Luciana, Leandro y Manuela se separaron, se mudaron y abandonaron a su hija recién nacida en la Inclusa de Madrid. Por su parte, Higinia Alonso, esposa de Julián, también pasó a disposición judicial a la espera de que el juez de instrucción de Getafe, al que pertenecían los Carabancheles, dictara sentencia.

Arriba, la senda del Soldado. Debajo, los pastores que descubrieron a Luciana; a la izquierda, su hijo Pedro. A la derecha, el juez de Carabanchel examinando el lugar donde apareció el cadáver

El fiscal pide la pena de muerte

El juicio se celebró en noviembre de 1933. Las dos mujeres fueron absueltas. La fiscalía alegó que Leandro Iniesta sufría esquizofrenia y problemas mentales, pero eso no le eximió de la culpa. El fiscal pedía pena de muerte para Leandro y Julián, pero el nuevo Código Penal aprobado por el nuevo gobierno de la República la había abolido. Por tanto, pidieron para ambos la pena máxima: 30 años de reclusión. Al final, el Tribunal de Derecho condenó a Julián Ramírez a 28 años de prisión y a Leandro Iniesta a 26 años. Además, condenaron a ambos procesados a pagar una indemnización de 40.000 pesetas a la familia de Luciana.

Unos meses más tarde, en febrero de 1934, tuvo lugar el juicio por el asesinato del tabernero Mariano Megino. El jurado no dudó de la culpabilidad de Julián y Leandro y los condenó a 28 años de cárcel, más una indemnización de 15.000 pesetas a los herederos del tabernero. Se cerraba así, con esta sentencia, uno de los capítulos más oscuros de la historia de Carabanchel.

Leandro Iniesta y Julián Ramírez
Leandro Iniesta y Julián Ramírez

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